Querida hermana

Guiomar Pulido, de 1º de Bachillerato, nos envía este pequeño cuento y espera que os guste. Podéis aportar vuestra opinión sobre el relato y animaros a publicar uno vuestro. ¡Gracias, Guiomar!

 

Querida hermana:

Como te prometí, estoy cumpliendo tu romántico deseo de que te contase por carta mi experiencia en el Camino de Santiago.
Al igual que en las anteriores que te he mandado, empezaré desde el principio del día.

Esta mañana salí desde Sarria en dirección a Portomarín. La niebla era baja y espesa, aportándole un toque lúgubre a mi partida. Me sumergí, como ya estoy acostumbrado, en un camino flanqueado por frondosa vegetación y barro en el suelo.
Llegué pasadas las cuatro. Al avistar el pintoresco pueblo de Portomarín me inundó una ligera satisfacción, al pensar que cada paso que doy me acerca un poco más. Espero que estar ante la tumba del apóstol me ayude a quitarme la carga que llevo por todo el daño que le hice a Esther.
Comí en un acogedor bar de paredes y bancos de madera. Una vez vuelta mi energía, envalentonado, decidí seguir hasta Palas de Rei.
El día transcurrió, parecido a los demás, pero como todos, siempre algo diferente. La cena me esperaría allí.

Anochecía, el chubasquero de plástico se me pegaba al cuerpo. La lluvia caía con fuerza, el viento me impedía ponerme la capucha y el agua me entorpecía la visión. Mientras atravesaba un sendero que cedía ante mis pies, escuché a alguien cantando. Desprevenido, un instintivo escalofrío me recorrió la espalda. Me detuve e intenté concentrarme para captar mejor el sonido de aquella voz. Inconfundiblemente cantaba en gallego, era femenina y de ritmo lento. En aquel instante no supe qué debía hacer. El sol había desaparecido ya, sepultado bajo el temporal y el agua, al igual que yo. Algo me decía que pasara de largo, no era momento para la filantropía, si alguien había decidido ahogarse expuesto ante aquella lluvia no era asunto mío. Sin embargo la curiosidad pudo conmigo.

De nuevo, en absoluto silencio, capté aquella canción. La fui siguiendo, buscando su procedencia. Continuaba lenta y hechizante. Salí del camino y me introduje entre los árboles y la hiedra. Se antojaba a una antigua melodía, de esas que se cantaban mucho tiempo atrás, en aquellos siglos en los que todavía se creía en la magia.

Las ramas bajas me rozaban la cara. Sorteé troncos y piedras, a través de la hierba alta.

De repente, cesó. Ya no oía nada. Solo el viento chocando contra el bosque y la lluvia mojando las rocas. Me sentí huérfano. Como perro sin dueño, di unos pasos vacilantes en ninguna dirección. El chubasquero me oprimía el cuello y eso solo conseguía ponerme más tenso. Me pasé nerviosamente la mano por el pelo, me daba la sensación de que el acelerado ritmo de mi corazón acompañaba el repiqueteo del agua contra el suelo. Entonces regresó, la melodía era distinta pero igual de atrayente.

Seguí avanzando, la zona se despejó un poco, la hierba fue sustituida por barro y se podía escuchar el ruido de un riachuelo. No muy lejos, distinguí una figura agachada a la orilla del pequeño río. De nuevo, un temor oculto en mi inconsciente hizo que me parase en seco. Lo más prudente sería dar media vuelta y llegar a Palas de Rei cuanto antes. ¿Quién en su sano juicio se encontraría a esas horas al raso bajo la lluvia? Demasiado tarde, aquella mujer había oído el ruido de mis botas y ahora se dirigía hacia mí.

Su figura se fue definiendo a medida que se acercaba, era una mujer de edad avanzada, pelo cano y manos encallecidas y apergaminadas. Cuando la tuve delante de mí, me sorprendió apreciar el asombroso parecido de sus rasgos con el rostro de nuestra difunta madre.

-Neno, ¿qué haces aquí con la que está cayendo?- me preguntó con un marcado acento gallego.

No pude responderle, me quedé bloqueado, no salían las palabras de mi boca. Ella sonrió con dulzura, su expresión era igual que la que mamá ponía. Creo que eso fue lo que hizo que me confiara. “Ven conmigo, te llevaré a un sitio en que podrás descansar”, murmuró con su tierna voz mientras daba media vuelta. No me resistí, de repente me sentía agotado. La seguí. La mujer fue hacia el riachuelo, recogió el cesto con ropa que había en la orilla y se dirigió hacia la espesura del bosque. Yo, obediente, la escoltaba un par de pasos más atrás. Seguimos el camino unos minutos y a continuación, ella torció a la derecha y desaparecimos entre los árboles. La lluvia caía incesante y mis botas resbalaban en el barro. Me pesaban los pies y tenía ganas de llegar a donde estuviésemos yendo. El suelo se puso en pendiente y noté cómo mis fuerzas decaían, en cambio, la anciana avanzaba decidida, ¿de dónde sacaba esa energía?

-Neno, ¿sabes que me recuerdas al marido de mi hija?-preguntó de repente.
-Qué coincidencia, porque usted se parece mucho a mi madre – comenté.
Ella giró la cabeza para poder mirarme con una suave sonrisa. El silencio volvió mientras seguíamos avanzando cuesta arriba entre los árboles. La oscuridad se había cernido ya sobre nosotros. Los músculos me dolían a cada paso.
-Él la pegaba -dijo de improviso la mujer- Fillo de puta. En realidad no la quería, pero les obligué a casarse porque la dejó embarazada. Me arrepiento de ello todos los días de mi vida, a pesar de que eso pasó hace mucho tiempo-.

Me sentí muy incómodo, vi la imagen de Esther ante mí, vi su rostro golpeado y sus ojos vacíos. Todo por mi culpa. Deseé que la anciana dejase ese tema, me traía recuerdos que quería olvidar.

-Neno, ¿tú te arrepientes de algo?- continuó ella, ante mi silencio siguió hablando- Una noche, la pegó tal paliza que la dejó inconsciente, él huyó bajo la lluvia y no volvió nunca. Mi hija perdió a su bebé en el parto, cayó en depresión y al no poder soportar la pena se quitó la vida-.

La pendiente tornó en llano. Frené para tomar aliento. No sabía que significaba todo aquello, ¿por qué me contaba eso? ¿adónde íbamos? Me dolía todo el cuerpo, me costaba respirar, la lluvia y la oscuridad no me permitían ver a más de unos metros. Me pesaba el mundo en los hombros. La anciana al ver que me había parado retrocedió unos pasos para que pudiera oírla con claridad:

-Cada noche bajo a ese riachuelo para lavar la mancha que dejó la sangre de mi hija en su vestido. Pero nunca se va. Podré teñir las aguas de rojo toda la eternidad, porque esa sangre tibia no desaparecerá jamás – susurró con voz lúgubre – la culpa nunca desaparece.

Mi mirada tuvo que impregnarse de terror porque su expresión pareció complacida. Me tomó del brazo.

-Ya estamos llegando- me dijo.

Los árboles desaparecieron y dieron paso a un claro bañado por la luz de la luna. Esa melodía hechizante que me había atraído hasta aquella mujer volvía a ser cantada, esta vez por varias voces. Pude vislumbrar sobre la hierba unas figuras alrededor de una gran hoguera. El miedo me invadió, me latían las sienes y una idea imposible aparecía en mi cabeza. La mano de la anciana me devolvió a la realidad.

-¿Qué es esto?- pregunté evitando que se me quebrara la voz.-Aquí podrás descansar en paz – su dedos se aferraron a mi piel como garras. Me sentí mareado, la canción lo invadía todo y me venían arcadas.

-¿Por qué?- conseguí pronunciar a punto de perder la consciencia.

-Porque tú eres como él, porque tú mataste a mi hija y juré darle mi alma al Diablo a cambio de poder vengarme y acabar con hombres como tú – gritó fuera de sí.

Ante mí apareció de nuevo el rostro de Esther, pero no estaba magullado ni sus ojos vacíos. Tan solo me miraba con indiferencia. Las figuras se abalanzaron sobre mí mientras la melodía seguía retumbando en el bosque.
“Haberlas, haylas” susurró la anciana. O tal vez solo fue el viento en mi oído.

Ahora hermana debo hacerte una última pregunta: ¿crees que soy yo quién te escribe esta carta?

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